Punto de inflexión

Lo que hizo Tadej Pogacar el día de Le Grand Bornand fue mucho más que una exhibición al uso, en mi opinión ha marcado un antes y un después, un punto de inflexión en el que el ciclismo ya no será lo mismo. Creo que ha enterrado por completo las opciones de los ganadores anteriores  y ha abierto un escenario de futuro en el que, de momento, se encuentra solo. Me decanto por pensar que nadie de los vencedores anteriores a Egan Bernal, o los hombres que completaron el podium en los años anteriores, suponen amenaza alguna para el nuevo campeón que puede marcar una época. Cada vez que se han lanzado semejantes proclamas, el destino siempre nos ha recordado sus caprichos, pero, de momento habrá que esperar al desarrollo de hombres como Remco Evenepoel, Juan Ayuso o Cian Uijtdebroeks (aún en la categoría Junior) porque la diferencia que ha marcado este año Pogacar con el resto de corredores de la antigua hornada ha sido sideral, simplemente inalcanzable. 

Pogacar en exhibición

Estamos viviendo un Tour de Francia de auténtico lujo, excepto las caídas que, por desgracia,  han dejado mermados o fuera de juego a hombres que teóricamente debían haber sido protagonistas. Se suponía que ésta edición sería un mano a mano entre los dos eslovenos, Pogacar y Roglic, pero las consecuencias de una  caída en la tercera etapa han mandado para casa al único corredor que ha sido capaz de ganar este año al líder del Tour de Francia. Y el Ineos que este año estaba obligado a cambiar de estrategia, se ha quedado en paños menores por las caídas y por otros motivos difíciles de concretar pero que evidencian una falta de puesta a punto sobre todo en el caso de Tao Geoghegan-Hart, todo un ganador del Giro de Italia que está pasando absolutamente desapercibido, sin protagonismo apenas ni en labores de compañía. 

La victoria y el liderazgo de Julian Alaphilippe en la primera etapa devolvió a los franceses el derecho a soñar con romper con una pesadilla que ya dura 36 años. El brillo del maillot amarillo hizo pensar a los franceses que con un corredor más maduro y además Campeón del Mundo, éste año podrían superar aquella barrera que se les cerró de imprevisto a los tres días del final en 2019. Pero la realidad está siendo muy cruel con el país inventor de las grandes vueltas, y al día siguiente, en Mur de Bretagne sufrieron de nuevo otro varapalo, que no fue tanto porque les hizo recordar al gran héroe del pueblo que fue Raymond Poulidor, que al fin, logró el ansiado maillot amarillo gracias a la demostración de Mathieu Van der Poel, nieto del eterno segundón. R

Alaphilippe de amarillo de nuevo

La llegada del Mur de Bretagne fue el resumen de lo que es un corredor único. Mathieu es un ciclista que nunca pasa desapercibido, un deportista que está dispuesto a reescribir este deporte en muchos aspectos:  en sus objetivos, en las especialidades a combinar y sobre todo en su forma de correr, un volcán absoluto, siempre preparado para la improvisación, para cualquier locura que suscite los sentimiento más profundos. 

Mathieu ofreciendo la victoria a su abuelo

Siendo ya difícil la victoria, Van der Poel, se retó con un doble objetivo que logró gracias a una obra de arte estratégica y una fuerza descomunal que desarrolló en las dos subidas. Cuando atacó en la primera, parecía un auténtico suicidio de cara a la victoria de etapa, pero lo único que quiso fue arrebatar los segundos de bonificación, algo necesario para vestir el maillot amarillo. Recuperó de maravilla un esfuerzo descomunal que en la víspera le costó, seguramente, la victoria final. Pero en el Mur de Bretagne Mathieu no estuvo sólo. Pedaleó en cuerpo y alma, el cuerpo lo puso él, el alma pertenecía a su abuelo que le acompaño en la gesta. Objetivo cumplido. Poulidor ya tenía su maillot amarillo, la ansiada prenda que jamás lució en activo, y Mathieu logró el hecho histórico de ser el único hijo en vestir una  prenda que su padre, Adrie Van der Poel, ya había saboreado en 1984. 

Ha habido, en mi opinión, otros tres hechos más en este Tour de Francia que merecen ser destacados. Una es el milagro Mark Cavendish. Un corredor completamente desahuciado, arrastrado en los últimos tiempos por una enfermedad (Mononucleosis) y una depresión durante los últimos años, sin ningún Top-10 en 2020, ninguna victoria en las dos últimas campañas, solo una en cada una de las dos anteriores, sin conocer la victoria en el Tour de Francia desde 2016, se convierte, de repente, casi de la nada, en la referencia de los esprints ganando dos de los tres que se han disputado. Fernando Gaviria,  Elia Viviani y Matteo Trentin deben estar fustigándose por haber abandonado el equipo capaz de hacer revivir a los muertos. 

Mohoric (ganador de la etapa), y Van der Poel (lider) en la etapa de Le Creusot

Otra de las maravillas se dio en la séptima etapa con final en Le Creusot. La etapa más larga de los últimos 21 años resultó ser una de las más disputadas gracias al buen hacer de unos corredores exquisitos que se tomaron el día como si del fin del mundo se tratara. El esfuerzo expuesto por corredores como Mohoric (el ganador);  Jasper Styven (triunfo en  San Remo);  Mathieu Van der Poel (líder);  Asgreen, ganador del Tour de Flandes; Van Aert, triunfo en la Amstel Gold Race y Gante-Wevelgem, Nibali (tres vueltas grandes, dos Romandías, una San Remo), Simon Yates (una vuelta, cuatro etapas en el Giro, dos en el Tour de Francia); Philippe Gilbert (todos los monumentos menos San Remo); Soren Kragh Andersen (dos etapas en el pasado Tour de Francia),- el esfuerzo-, decía, fue de tal calibre que descompusieron al UAE en unos pocos kilómetros de la persecución. Fue la exhibición del ciclismo total en la que Pogacar no estuvo ajeno a los problemas que conllevan este tipo de situaciones.  

Pero al día siguiente llegó una revancha de consecuencias catastróficas para sus adversarios, algo que no se veía en muchos años. En los últimos 40 años ha habido grandes campeones como Greg Lemond, Miguel Indurain, Lance Armstrong, Marco Pantani o Chris Froome, pero ninguno de ellos fue capaz de realizar la proeza que culminó Pogacar en Le Grand Bornand. Desde Bernard Hinault no recuerdo a otro corredor capaz de atacar a 30 kilómetros para la meta y dejar cadáveres por el camino como lo hizo el joven esloveno el sábado pasado. Fuel increíble verle subir el durísimo Col de Romme (récord de tiempo con 26’29’’, con 6.3 W/kg) y el mítico Colombier con el plato grande moviendo con una cadencia tan alegre. Su rendimiento fue tan descomunal que eliminó de un plumazo a todos los candidatos a la oposición. Seguramente ni el mejor Roglic hubiera sido capaz de seguirlo.

Hemos vivido una primera semana del Tour de Francia impresionante, una carrera que ha revivido emociones olvidadas, casi caducadas, muy lejos del control-remate que se había impuesto desde los 90. Se ha recuperado la valentía, la locura, si se quiere. Se ha impuesto el comportamiento ofensivo, el poder individual sobre el colectivo, y sobre todo se ha elevado el listón para poder ser protagonista. El causante no es otro que un corredor que sigue en una progresión imparable que de una manera simple, humilde y suave, casi imperceptible, ha destrozado el Tour de Francia de tal manera que será imposible recomponerlo.  

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